De una pintura que se quiere libre
Hubo un tiempo en que creí que al referirme a la obra de Assad Kassab sólo podría hacerlo en función de los recuerdos comunes que ambos guardamos de Cuenca, tal fue la intensidad de aquellos días, azuzada por asuntos tales como la fascinación que sentíamos por la figura de Antonio Saura o el continuo descubrir de hitos clave de la pintura española que en aquella ciudad, en su parte alta, se llevaron a cabo. Pese al brillo de esos recuerdos, de ese pasado compartido, de esos días de descubrimiento y disfrute, días que seguían tejiendo una amistad que venía de lejos, estaba equivocado.
Obviamente, la obra de Assad Kassab (Valencia, 1974) ha ido evolucionando con el paso del tiempo. Es probable que su pasión o simplemente gusto por la pintura matérica no haya decaído –como podemos comprobar en algunos de estos papeles recientes–. Es probable que encontremos de nuevo algunas de las claves que han venido definiendo en todos estos años su labor pictórica. En cualquier caso, cabe decir que no hallamos rémora alguna: su discurrir se renueva cada poco manteniendo sus raíces de antaño, esas en las que –los que la conocemos bien, al menos en sus albores– reparamos de inmediato.
Su pintura cabe encuadrarla, pues, en el ámbito de la pintura de acción que, sin embargo, no necesita –nunca la ha necesitado– de justificación alguna. Jamás se ha revestido de citas que le otorgaran mayor o menor autoridad. Hablamos de una pintura que se quiere libre. Tom Wolfe, estoy seguro de ello, habría estado encantado de haberla conocido.
Despreocupado, pues, de todo lo que no sea pintura (forma, gesto, color), Assad Kassab sigue habitando el estudio como antaño. Honestamente, como debiera ejercerse siempre tal oficio, este, siempre abierto, a menudo apasionante, de la pintura.
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